Duelo familiar

Ana, una mujer de 37 años, vino a consulta mostrándose cansada, deprimida y con una gran necesidad de hablar. Lo primero que dijo es que ya no podía más con la situación que estaba enfrentando a nivel familiar.

Su madre, quien padecía de cáncer y se encontraba en estado terminal, vivía con ella, su esposo y sus tres hijos desde hacía algunos meses. Ana, quien se desempeñaba como ama de casa, no solo se había dedicado por completo a cuidar a su madre, sino que también hacía hasta lo imposible por no hablar sobre lo delicado de su estado de salud con el resto de la familia.

Lo que pretendía con esto, me contó después, era proteger a su familia del dolor que les podía producir. La enfermedad de un ser querido, y aún más la cercanía de su muerte, suele generar cambios significativos en la dinámica familiar, sobre todo a nivel emocional.

Es muy común que ver que los (as) familiares que rodean a la persona enferma tiendan a no hablar entre éstos (as) ni con ella sobre su padecimiento. En un proceso de duelo familiar, tanto la persona que va a morir como sus familiares deben saber qué es lo que está pasando y hablar de ello con la mayor transparencia y honestidad posible.

La persona enferma tiene el derecho de elaborar su propia muerte, de tomar las decisiones que considere pertinentes, de despedirse. Por otra parte, la familia también debe prepararse para atravesar el proceso de duelo que enfrentará cuando la persona haya partido. Al contrario de lo que se podría pensar, el hablar del asunto de forma abierta, entrando en contacto con los sentimientos que una situación así puede generar, creará un clima emocional propicio para la unión y el acompañamiento de la persona enferma.

Ante este tipo de circunstancias, se debe recordar que la única forma efectiva de superar el dolor es enfrentándolo, en la medida en que se sienta y se viva irá desapareciendo paulatinamente, como le ocurrió a Ana.

Evitar el dolor

El día que murió su madre, Manuel no fue capaz de derramar ni una lágrima, y esa misma noche salió con un grupo de amigos a bailar y a tomarse unas cervezas. 15 años después este hombre, alto, fornido y con 35 años, vino a consulta psicológica quejándose de una fuerte depresión acompañada de una serie de fobias o “miedos irracionales” muy intensos. Sentía pánico al subirse a los autobuses y al permanecer en espacios abiertos, y con frecuencia sentía que iba a sufrir un ataque cardiaco fulminante. Dichos síntomas habían venido impidiéndole llevar una vida normal, ya que con frecuencia no podía atender su propio negocio ni salir a la calle solo. Incluso esta situación, que con facilitad lo llevaba al borde de la desesperación, había empezado a afectar la relación con su pareja, con quien tenía un niño de un año.

Uno de esos días en que Manuel asistió a consulta, mientras recordaba el día en que murió su madre logró entrar poco a poco en contacto con aquellos sentimientos de soledad y dolor que habían permanecido ocultos durante tanto tiempo. Esa tarde pudo llorar tanto o talvez más de lo que debió haber llorado ese trágico día. A partir de entonces empezó a comprender que el dolor contenido había crecido durante años junto al miedo de enfrentarlo, hasta que este último se desbordó y adquirió la forma de diversas fobias. Unas semanas después Manuel mostraba otro semblante, se sentía mejor y había fortalecido su confianza en su capacidad de salir adelante de este trance.

En una ocasión me dijo “ahora pienso que el dolor no es un castigo que nos impone la vida para que escarmentemos. El dolor es simplemente parte de la vida, si se sabe enfrentar nos ofrece la oportunidad de aprender, a través de él, a conocernos mejor a nosotros mismos…”