¿Es normal la violencia contra las mujeres?

-Publicado el 9 de febrero 2017 en www.laprensalibre.cr

Se ha estudiado y se conoce muy bien el profundo daño y el sufrimiento que provoca en las mujeres las diversas formas de violencia que sufren: sexual, física, psicológica, económica o patrimonial en diferentes etapas y ámbitos de sus vidas: de pareja, intrafamiliar, en el laboral por causa del hostigamiento sexual, y la discriminación por género y en los espacios públicos por causa del acoso sexual callejero, entre otros.

Sin embargo, en la sociedad costarricense, al parecer, hemos llegado a considerarla como algo que simplemente se da, incluso como algo normal.

En términos más técnicos, se denomina violencia de género, dado que se es víctima de estas diversas formas de violencia por el hecho de ser mujer.

El origen de este fenómeno se encuentra en el funcionamiento de nuestras sociedades machistas, en las que las mujeres y lo femenino son ubicados en un lugar de supuesta inferioridad, lo que se relaciona con el hecho de que sean sometidas a diferentes grados de control y dominación. La violencia contra ellas es utilizada como un mecanismo para mantenerlas en esta condición.

No obstante, existe una percepción generalizada de que la violencia es inherente a los seres humanos y que, por lo tanto, es algo que se debe aceptar y con lo cual hay que aprender a vivir. Es un tema sobre el que, por lo general, no reflexionamos y que damos simplemente por sentado.

En realidad, no hay un sustento científico de peso para afirmar que las personas nacemos violentas; más bien, las investigaciones indican que las conductas violentas responden a un proceso de aprendizaje social que inicia desde los primeros años de vida.

En el caso de la violencia contra las mujeres, las estadísticas son claras en demostrar que son los hombres quienes en la gran mayoría de las veces la ejercen. Este hecho debería llamarnos a los hombres a una reflexión urgente y a fondo sobre la forma en que nos vinculamos con ellas. Pero aquí no termina este asunto, existen muchas razones por las cuáles también debemos reflexionar sobre cómo nos vinculamos con otros hombres y con nosotros mismos.

El aprendizaje de la masculinidad es un proceso que implica una represión de la emotividad y la sensibilidad, percibir a otros hombres como competidores, demostrar que no se tiene miedo, que no se es una mujer o un niño. En la edad adulta, conlleva que se es un exitoso proveedor familiar y que se cuenta con una significativa dosis de poder y reconocimiento.

Estos mandatos sociales pueden implicar un altísimo costo emocional y físico para los hombres: en las sociedades machistas, los hombres también somos receptores de violencia, y no es poco frecuente que la dirijamos hacia nosotros mismos. Según datos del Ministerio de Salud, de 296 suicidios registrados durante el año 2016 en Costa Rica, 250 fueron cometidos por hombres.

A este dato, hay que sumar las muertes por homicidios, accidentes de tránsito y otras producidas por conductas temerarias o de riesgo, que son muy propias de las masculinidades machistas. No se pretende con esto relativizar o minimizar la violencia que sufren las mujeres. No pueden equipararse las formas de violencia que reciben hombres y mujeres cuando estas últimas han sido históricamente ubicadas, como ya se dijo, en el lugar de una supuesta inferioridad.

Esta realidad es fundamental para señalar y dimensionar apropiadamente la condición de opresión histórica que han sufrido las mujeres hasta la actualidad, y para vislumbrar aquellas acciones que mujeres y hombres debemos tomar para avanzar hacia una sociedad más justa e igualitaria.

Para el caso de los hombres, el plantear que estas formas de violencia machista y de género no son naturales, sino más bien aprendidas, nos coloca ante la posibilidad de desaprender estas conductas y sustituirlas por otras fundamentadas en valores como la igualdad, el respeto y la solidaridad. Este principio se asocia con los esfuerzos que internacionalmente se realizan en la prevención de la violencia y la promoción de una cultura de paz.

Si bien esto no es tarea fácil, tampoco es imposible. En esta urgente labor social, los hombres tenemos mucho que aportar.

Existen actualmente en el plano internacional redes de organizaciones de hombres que persiguen este objetivo, por ejemplo, mediante el replanteamiento del ejercicio tradicional o machista del poder en ámbitos como las relaciones de pareja, el ejercicio de la paternidad y el mundo laboral; en aras de impulsar masculinidades igualitarias, empáticas y respetuosas.

En lo personal, implica librarse de mandatos sociales dañinos, la posibilidad de crecer como seres humanos y de desarrollar las habilidades emocionales necesarias para mejorar nuestra calidad de vida y la de quienes nos rodean. La posibilidad de ser parte activa de un cambio urgente y transformador está en nuestras manos.

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Hombres, emotividad y cambio

La dificultad para la vivencia de una emotividad plena parece ser un común denominador en la mayoría de los hombres que hemos crecido en sociedades machistas. La capacidad de ser sensibles y empáticos se encuentra por lo general muy disminuida. Sin embargo, los hombres no nacimos así; esta condición es resultado de la forma en que hemos sido educados desde niños, y responde a una serie de mandatos sociales: “los hombres deben ser fuertes físicamente y duros emocionalmente, racionales, deben hacer uso de un poder entendido en términos de mando y control sobre las demás personas,” entre otros.

Como consecuencia de esto, el enojo y diversas formas de violencia son legitimadas e incluso fomentadas en los hombres, al considerarse una expresión propia o natural de nuestras masculinidades. Es hora de que los hombres reflexionemos a fondo sobre este tema.

Masculinidad, poder y violencia

Desde las masculinidades machistas, se ejercen diferentes formas de violencia (psicológica, sexual, física y patrimonial) hacia las mujeres en múltiples ámbitos: de pareja, intrafamiliar, en la calle, en el trabajo; hacia niños, niñas y adolescentes; contra otros hombres y contra nosotros mismos.

Para comprender a fondo la violencia contra las mujeres, debe partirse del lugar de inferioridad en que históricamente éstas han sido ubicadas en nuestras sociedades. Esta percepción de las mujeres y lo femenino, produce que sean cosificadas y sometidas al poder masculino patriarcal. Por otra parte, en muchas formas de violencia contra nosotros mismos, está presente una negación de lo femenino; como cuando nos exponemos a situaciones de riesgo para afirmar nuestra virilidad, nos sobre exigimos a pesar del cansancio físico y emocional o cuando decidimos mantener bajo control y reprimir nuestros sentimientos a toda costa.

La negación y el rechazo de lo femenino en los hombres es un factor fundamental para comprender la dinámica del poder y la violencia en las masculinidades machistas.

Misoginia y homofobia: obstáculos para la emotividad

La misoginia es el rechazo y desprecio aprendido hacia las mujeres y lo femenino. Muchas de las emociones y roles tradicionalmente considerados propios de las mujeres, son precisamente los que son reprimidos en los hombres: el dolor, el miedo, la ternura, el cuido, la nutrición, la crianza desde la afectividad, las expresiones espontáneas de amor y de cariño. A su vez, la homofobia es el miedo y desprecio aprendido hacia los hombres gais. Predomina en el imaginario social la idea incorrecta de que éstos desean ser mujeres o renunciar a su masculinidad, por lo que se les ubica en el lugar de éstas y de lo femenino.

Con base en lo anterior, es fundamental hacer un par de aclaraciones. Además de partir de que no hay tal inferioridad de las mujeres ni de lo femenino, tampoco existen sentimientos propios de las mujeres ni de los hombres; sino sentimientos humanos. Por otra parte, desde el punto de vista científico, aunado a que no se ha encontrado nada que esté mal con las personas gais, se ha visto que la orientación sexual de una persona no está en función de los sentimientos que se le permita sentir y expresar o no durante la infancia o el resto de la vida.

Lo que se puede afirmar desde esta perspectiva, es que la amplitud del mundo emocional, la capacidad de experimentar, apropiarse y expresar sentimientos por parte de los niños varones es clave para el pleno desarrollo de su personalidad, pues está en estrecha relación con la posibilidad de desarrollar una serie de habilidades (inteligencia emocional) que les permitirán orientase de forma más auténtica y asertiva en los diferentes ámbitos de sus vidas. Los hombres, desde niños, tenemos el derecho a la emotividad.

El poder de la emotividad en los hombres

La emotividad es un potente medio para desarticular los mecanismos machistas vinculados a la violencia. El desarrollo de la sensibilidad y la empatía, es decir, la capacidad de ponernos en el lugar de las demás personas y su vivencia, crea las condiciones para el ejercicio de una forma alternativa de poder que descanse en la posibilidad de vincularnos con quienes nos rodean y con nosotros mismos en términos de respeto e igualdad. No hay riesgo alguno para los hombres en la emotividad, por el contrario, ésta implica la oportunidad de convertirnos en personas más capaces, plenas y lúcidas; y con el poder para impulsar el cambio.

 

Masculinidad y la capacidad de cuidar

¿Qué determina la cantidad y calidad del cuidado que los hombres aportamos a las relaciones familiares?

(Trabajo presentado para el curso “Los hombres ante los retos del siglo XXI: las nuevas masculinidades”. Universidad Jaume I, España, 2012.)

Erick Quesada Ramírez
Programa de Igualdad de Género. ICE.
equesadar@racsa.co.cr

     Sin duda, habría que iniciar señalando que son los mandatos propios de la identidad masculina en nuestras sociedades patriarcales los que condicionan la cantidad y la calidad del cuidado que aportamos a las relaciones familiares. Hemos sido socializados patriarcalmente desde niños para ejercer en el futuro los roles de padres, esposos, protectores y proveedores, pero no el de cuidadores. Para ejemplificar lo anterior, es claro cómo en el caso de la sociedad costarricense los juegos de niños son en su gran mayoría competitivos; ya se trate de un partido de fútbol, subirse a un árbol, correr una distancia, jugar “nintendo DS” o “Play Station”, la finalidad es siempre la misma: ganar, ser el más rápido, el más hábil, el mejor. Con respecto a las niñas se marca una diferencia, pues suelen además dedicar tiempo a juegos más colaborativos, orientados más al cuido y al servicio hacia otras personas: jugar de muñecas, de “casita”, de maestra, de secretaria, de médica o enfermera.

     Como ya lo han señalado diversas autoras y autores, a los niños se les empieza a condicionar desde edades muy tempranas para que no expresen sentimientos como miedo y tristeza, pero sí otros como enojo, indiferencia (disminuida empatía) e ímpetu dominador. Con esto, otros/as significativos/as como padres, madres, hermanos/as, otros/as familiares y compañeros/as de escuela, entre otros/as, contribuyen a que asuman las actitudes que les convertirá en futuros hombres masculinizados, aptos para ingresar a un mercado laboral competitivo y triunfar. Esto, en términos de los roles adscritos a la masculinidad patriarcal se traduce en el ideal de acceder a posiciones de poder que nos permitan obtener estatus y un adecuado ingreso económico, que a su vez nos facilite ofrecerle a nuestras familias (esposa e hijos/as según lo decretado por la heteronormatividad) un nivel de vida idóneo: la posibilidad de tener una casa propia, uno o más buenos automóviles, pagar buenas escuelas para los hijos/as, viajes de placer, etc.

     Más específicamente, y lo señalo como un factor psicológico profundo que puede constituirse en uno de los ejes sobre los que descansa la puesta en acto de la identidad masculina (y que habría que dimensionar adecuadamente al abordar temas como la misoginia y la homofobia, entre otros relacionadas), a los niños se les exige también alejarse de lo tradicionalmente femenino, relegarlo al plano de la supuesta inferioridad de la mujer, a temerle y despreciarle pues representa lo que un hombre no debe ser; lo opuesto de lo que un hombre debe demostrar a quienes le rodean. En este sentido debe plantearse que el cuido es una actividad tradicionalmente ejercida por las mujeres. Luego, son los mecanismos de control social manifestados a través de la burla, la crítica, el cuestionamiento de nuestra masculinidad (la homofobia social), el rechazo e incluso a través de diversas actitudes agresivas y violentas, los que hacen que los hombres nos mantengamos adheridos al cumplimiento de los roles adscritos a la masculinidad hegemónica patriarcal.

     La puesta en acto de la masculinidad no es una elección, es una imposición que proviene del entorno social y cultural cuyos mecanismos coercitivos pueden ser violentos y en ocasiones profundamente alienantes.

     En palabras de Elizabeth Badinter: “Los hombres aprenden antes lo que no deben ser para ser masculinos, que lo que deben ser. Para muchos niños la masculinidad se define simplemente como lo que no es femenino. Nacido de mujer, acunado en un vientre femenino, la criatura masculina está condenada a dedicar gran parte de su vida a diferenciarse, cosa que no sucede con la criatura femenina…” (Badinter; 1993: 62)

     En este sentido, señala Michael Kimmel que: “la identidad masculina nace de la renuncia a lo femenino, no de la afirmación directa de lo masculino, lo cual deja a la identidad de género masculino tenue y frágil”. (Kimmel; 1997: 53-54).

     Con base en el enfoque de la inteligencia emocional, dicha fragilidad señalada por el autor respondería al hecho de que a los hombres no se nos promueve -y diría que más bien se nos prohíbe- entrar en contacto con muchos de nuestros sentimientos, identificarlos, dimensionarlos en el plano de nuestras experiencias vitales y darles el justo lugar que tienen en la construcción tanto de nuestras relaciones interpersonales como de nuestra propia subjetividad.

     Esta condición implica una disminuida capacidad, entendida en términos de habilidades y destrezas intra e interpersonales, para transitar por la vida de manera más armónica, empática y por lo tanto respetuosa en las relaciones con quienes nos rodean, y al mismo tiempo facilita asumir posiciones racionales, autoritarias, impositivas, mediatizadas por el distanciamiento emocional, agresivas y violentas hacia quienes se nos ha hecho creer que son “nuestra compañera” y “nuestros hijos/as”, como si fueran de nuestra propiedad. Hoy por hoy la mayoría de los hombres seguimos condicionados por el mandato de ser proveedores y protectores de nuestros/as familiares, y estamos aún lejos de comprender el valor y la importancia de aprender a cuidarles (así como a cuidarnos a nosotros mismos).

Cantidad y calidad del cuidado…
     ¿Somos capaces los hombres de aportar una mayor cantidad de horas y una mejor calidad al cuidado de las personas con las que vivimos? Personalmente pienso que sí, aunque en ocasiones este tipo de cambios no se dan a través del convencimiento pleno, sino como parte de un ajuste ante cambios del entorno social y económico. En Costa Rica, hace unos 40 años, un hombre de clase media baja, habitante de una zona urbana era capaz aún de salir a trabajar y ganar lo suficiente para mantener a su esposa o compañera sentimental y a dos o tres hijos/as. No se trataba de familias solventes económicamente, no había mayores lujos, pero los/as hijos/as podían estudiar, terminar la secundaria y tener la posibilidad de seguir una carrera universitaria en una universidad estatal. Hoy esto es solo posible para aquellas familias cuyo proveedor gane un salario significativamente alto.

     Coincido con quienes plantean que las crisis actuales de las masculinidades responden básicamente a la dificultad que estamos presentando los hombres para tomar conciencia sobre la forma en que concebimos y ejercemos el poder y su fallido efecto afirmativo sobre nuestra personalidad, así como su carácter obsolescente para enfrentar los cambios que nuestras sociedades vienen sufriendo en muchos sentidos. Al respecto, me parece que uno de los más importantes debe ser que desde hace muchos años cada vez más mujeres vienen rompiendo con los roles tradicionales de género al tener más acceso al estudio y mundo laboral, lo que les ha convertido en personas cada vez más autónomas e independientes; menos necesitadas de tener al lado un hombre que les provea no solo de casa y alimento, sino también de apellido y del estatus de ser una “señora” y de la posibilidad de ser madres. ¿Cómo ejercer el poder en una época en la que se ha visibilizado y se está penalizando la violencia contra las mujeres en el ámbito doméstico, en el que ya no podemos tenerlas cautivas en el hogar cuidando de nuestros/as hijos/as? ¿Cómo mantener el control sobre nuestras familias si cada vez más nuestras compañeras trabajan y su ingreso económico les da la posibilidad de tomar decisiones?

     Nos vemos enfrentados entonces en muchas ocasiones a tener que acceder, incluso en contra de nuestra voluntad, a ceder cuotas de poder que apenas algunos años atrás eran incuestionables, pero es esta coyuntura histórica la que también nos ofrece la posibilidad para cuestionar y paulatinamente modificar los patrones propios de nuestras masculinidades hegemónicas. En este sentido, me parece que el contexto familiar es de trascendental importancia para el ensayo y puesta en acto de roles alternativos, dado su potencial generador de cambio social en cuanto sistema de socialización primaria.

El poder de cuidar…
     Resulta difícil concebir desde la cosmovisión patriarcal la posibilidad de que los hombres podamos ejercer algún tipo de poder a través del cuidado en nuestras relaciones familiares; a través de una función destinada, como se dijo antes, tradicionalmente a las mujeres. Sin embargo, la Psicología Humanista, y más específicamente las ideas de Erich Fromm sobre el tema del poder ofrecen una panorámica más amplia al respecto: “La palabra poder tiene un doble sentido. El primero de ellos se refiere a la posición del poder sobre alguien, a la capacidad de dominarlo; el otro significado se refiere al poder de hacer algo, de ser potente. Este último sentido no tiene nada que ver con el hecho de la dominación; expresa dominio en el sentido de capacidad. Cuando hablamos de impotencia nos referimos a este significado; no queremos indicar al que no puede dominar a los demás, sino a la persona que es impotente para hacer lo que quiere. Así el término poder puede significar una de estas dos cosas: dominación o potencia, las dos cualidades son mutuamente exclusivas.” (Fromm; 1995: 163).

     Las ideas de Fromm apuntan a un abordaje crítico del ejercicio del poder en nuestras sociedades patriarcales (debe recordarse acá su marco interpretativo de corte socio-culturalista), destacando su efecto alienante para quien lo detenta y represivo para quienes ocupan transitoria o permanentemente un lugar de subordinación. A su vez, permite la posibilidad de concebir otras formas de ejercerlo fundamentadas en el desarrollo de ciertas potencialidades que bien podrían abordarse, para efectos de este trabajo, desde el enfoque de la inteligencia emocional.

     En el caso de los hombres masculinizados patriarcalmente, las destrezas y habilidades propias del cuidado no son promovidas sino más inhibidas por los motivos antes expuestos. Se nos arrebata así a los hombres la posibilidad de comprender desde el fuero de lo emocional la importancia de este tipo de labores, de comprender desde el lugar de la sensibilidad las implicaciones de generar las condiciones más básicas para la sobrevivencia propia y de quienes constituyen nuestro grupo familiar: cocinar, lavar, limpiar, cuidar, curar, querer, apoyar, escuchar, guiar… Es probable que el cuidado pueda convertirse para muchos hombres en una actividad que nos permita adentrarnos paulatinamente en un proceso de humanización que nos permita apropiarnos del derecho a vincularnos de esta manera con nuestros/as familiares; además de sus potenciales efectos positivos en lo referente a la distribución equitativa de las cargas de trabajo en el hogar y los procesos de construcción de la igualdad de género en los grupos familiares.

     Continuando con Fromm, señala que el ejercicio del poder entendido como dominación “Constituye el intento desesperado de conseguir un sustituto de la fuerza al faltar la fuerza genuina”. (Fromm; 1995: 163). Me parece que estas concepciones orientan nuevamente al tema de la fragilidad real de la identidad masculina ante su supuesto carácter de dureza e invulnerabilidad.

     Sin duda los hombres requerimos replantearnos nuestras masculinidades, pero más fundamentalmente re-sentirlas, pasarlas por el tamiz de lo emotivo. La pérdida del temor hacia nuestra sensibilidad, a explorar y apropiarnos de nuestro mundo emocional condicionado por la homofobia, puede ser una de las más necesarias transgresiones que nos debemos permitir.

     Como mencionamos en una ocasión ante las ideas de Fromm, “la fuerza genuina a la que se hace referencia es la que resulta del hecho de entrar en contacto con nuestra naturaleza emocional, de reconocerla y permitirnos explotarla, ya que solo siendo capaces de ejercer domino de nuestro derecho y nuestra capacidad para ser emocionales, podremos interactuar con nosotros mismos y hacia lo que nos rodea de una forma igualitaria, tolerante, creativa y solidaria.” (Jiménez y Quesada; 1996:49)

Bibliografía

Badinter, Elizabeth (1993). XY, la identidad masculina. Grupo Editorial Norma: Colombia.

Fromm, Erich (1995). El miedo a la libertad. Paidós estudio: México.

Jiménez Rodrigo y Quesada, Erick (1996). Construcción de la identidad masculina. ILANUD, Programa Mujer, Justicia y Género. ILANUD, San José, Costa Rica.

Kimmel, Michael (1997). Homofobia, temor, vergüenza y silencio en la identidad masculina. En: Valdés, teresa y Olavarría, José. Masculinidad/es. Poder y crisis. Ediciones de las Mujeres No. 24. Isis Internacional/FLACSO-Chile. Santiago, Chile: 49-62.